domingo, 4 de marzo de 2012

Un precio justo

En uno de mis recorridos por las calles de Valparaíso, logré divisar una iglesia ... No recuerdo el nombre de ella, a pesar de que varias oportunidades recorrí los mismos caminos.
Esa noche sentí el deseo imperioso de entrar y... No sé... Tal vez reencontrarme con mi lado espiritual.
A pesar de ser altas horas de la noche, el pórtico principal no tenía seguro, lo que me ayudó a decidirme finalmente a ingresar...

La sensación de estar en un lugar considerado "sagrado" era extraña... incómoda. Sentía como si sus estatuas supieran de mi presencia y me vigilaran con esos ojos inertes desde todos los ángulos en silencio.

Caminé hasta el altar y me arrodillé frente a la figura de un Jesucristo crucificado cuya mirada apuntaba hacia el techo.

Me quedé en esa misma postura durante varios minutos, quizás horas, pensando en cómo podría iniciar una plegaria...

Tal vez podría haberme puesto a dialogar con dios sobre mi patetismo y suplicar por una cura a mi mal, o tal vez simplemente platicarle sobre mis actividades cotidianas para que bendijese con su aprobación todas mis acciones. No lograba decidirme...
Entonces, intenté recitar un padre nuestro... Pero no lograba recordar como comenzar a rezar... Por más que intentaba ... No lograba recordar:
-"Padre nuestro, que estás..."
-"Padre... Nuestro... De los cielos..."
-"Santificado seas... Padre nuestro"

¡Fue desesperante!... En medio de mi impaciencia, pude escuchar unas suaves risitas provenientes de las figuritas de yeso. Unas suaves risitas por mí y por mis estúpidos intentos de redención...

Ha sido una de las experiencias mas horribles que he experimentado. De la tristeza, pasé a sentirme humillado y luego... Ira... Una enorme y incontrolable rabia hacia todos los ídolos humanoides de yeso que me rodeaban...
Así que comencé a derribarlos uno a uno, empujándolos de sus altares de mármol y dejando que se estrellasen contra el suelo.

Poco a poco las risitas dejaron de percibirse... Ya había destruido a todas las figuras excepto al Jesucristo colgado sobre el altar.

Dicha figurilla fue la única que no se rió de mí... Permanecía aún en esa postura de agonía permanente con su mirada hacia el cielo.

¿Qué había hecho?...¿Me estaré volviendo loco? ... Profané un lugar sagrado con placer y ahora... ¿Sentía arrepentimiento?...

No pude hacer más que arrodillarme y llorar... Llorar lágrimas de sangre por mis pecados, mi condena, mi muerte y resurrección.


A la noche siguiente intenté reingresar, sin embargo, el pórtico principal estaba cerrado y protegido con unas enormes cadenas...